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LA IRREMEDIABLE VACUIDAD DEL SER

Por Goyta Rubio

“Intentó deslumbrarme, ser interesante delante de mis ojos

 sin saber, el muy imbécil, que soy ciego”

David Pérez Núñez

La nave de los locos (detalle), El Bosco, 1503-1504.

La historia de la humanidad está llena de referencias que declaran, abiertamente y sin el menor recato, la necedad que puebla la mente de los hombres. Personalmente y sin querer negar la cuota de participación que me corresponde en el asunto, debo confesar que estoy completamente de acuerdo con tales afirmaciones. Es realmente complejo encontrar profundidad de pensamiento en las personas. Decía Ortega y Gasset al respecto “El tonto (…) no se sospecha a sí mismo: se parece discretísimo, y de ahí la envidiable tranquilidad con que el necio se asienta e instala en su propia torpeza (…) no hay modo de desalojar al tonto de su tontería, llevarle de paseo un rato más allá de su ceguera y obligarle a que contraste su torpe visión habitual con otros modos de ver más sutiles. El tonto es vitalicio y sin poros”   Y es ahí, precisamente en esa absoluta incapacidad para percibirnos extremadamente limitados y faltos de contenido, donde radica nuestra auténtica tragedia. No hay acritud en tal apreciación sino aceptación de los límites; reconocimiento de esa inusitada pereza que nos afecta como especie capaz de pensar y que al mismo tiempo reniega convencida a toda posibilidad de hacerlo.

Hay una amplia variedad de matices en torno a una cuestión que presenta, por otro lado,  diferentes tipologías y hasta distinta gradación en el concepto; siempre observado éste desde un punto de vista meramente descriptivo y exento de la utilización, que con carácter de insulto a menudo se atribuye a determinadas palabras como imbécil, estúpido, simple, memo, tonto, idiota, inepto, lerdo, desmañado, inútil, calamidad, bobo, lelo, vacuo o torpe, entre otros cuantos epítetos más que vendrían a indicar prácticamente lo mismo: flojedad e inconsistencia de carácter, bobería congénita y simpleza infinita. Existen facultades propias del ser humano y que ajenas a su voluntad son determinadas por la naturaleza misma. La capacidad intelectual del individuo no se elige y por tanto poco puede hacerse al respecto, salvo explorar al máximo las posibilidades a desarrollar sea cual sea el punto de partida. El modo en el que utilizamos nuestras capacidades, por el contrario, corre siempre de nuestra cuenta. Elaborar un pensamiento propio, cuestionar y cuestionarse, estimular y satisfacer nuestra curiosidad intelectual es una apuesta individual y casi siempre intransferible.

Hecha esta anotación necesaria, considero que todos y cada uno de nosotros portamos, con más o menos elegancia, un perfecto imbécil agazapado en nuestro interior. Cómo lo evidenciamos depende por entero de nuestra habilidad para mantener el control de un personaje, que se interpreta a si mismo de mil modos distintos. Todos perdemos el control de su existencia de tanto en cuando y sabemos que una vez que se dispara, en su característico histrionismo, es difícil contenerlo. La diferencia entre individuos se establece en función de la capacidad de poner coto a sus desmanes, dado que la particular disposición de algunos para hacer el ridículo es infinita. Y es que el necio, el necio que lo es en esencia, se cincela a sí mismo, aunque sea incapaz de reflejarse en un espejo. Ni intuye siquiera su propio desvarío o tal vez prefiera hacerse el desentendido.

Este tipo de habitantes del mundo, el de quienes no se perciben en su tontuna natural, posiblemente sea el más abundante, “en efecto, los lerdos constituyen la gran masa” decía San Agustín. Estos suelen ser sujetos plácidos, más que adaptados, mimetizados en su hábitat gracias a una innata cualidad que les permite pasar desapercibidos; de nula capacidad analítica son poco reactivos al entorno, pero acumulan gran entereza a la hora de actuar tan solo en beneficio propio ocurra lo que ocurra a su alrededor. Son personas que se conforman con albergar una actitud desprovista de cualquier cuestionamiento que las enfrente no ya a otros, sino a sí mismos. Intelectualmente holgazanes y acomodaticios en general, aceptan lo que se les dice sin el menor espíritu crítico. Se unen ocasionalmente al grupo,  sin saber bien la razón, dejándose llevar por la inercia y la fuerza que éste despliega. “Pues el vulgo se deja seducir por las apariencias y por el resultado final de las cosas, y en el mundo no hay nada más que vulgo. Los pocos no tienen sitio cuando la mayoría tiene donde apoyarse”  afirma Maquiavelo.  Parecen inofensivos, pero su falta de empatía hacia el dolor ajeno, su incapacidad para generar respuestas por sí mismos, les puede convertir en irremediable freno y bunker de resistencia frente a cualquier propuesta de progreso. Su importancia es vital pues a menudo es el colectivo sobre el que reposan, de modo indirecto, cuestiones que hacen avanzar en uno u otro sentido al mundo.

En el seno de este grupo y moviéndose con total naturalidad, podemos encontrar un significativo porcentaje integrado por aquellos que jamás intentan nada, salvo quejarse. Esos que, aun haciendo el esfuerzo de mover un músculo de su diminuto cerebro, lo hacen todo mal por pura desidia, por desinterés, por no poner ni un ápice de entusiasmo en el intento. Son los ociosos, sempiternos haraganes que culpan a los demás de su fracaso. Sujetos eternamente al margen de la realidad, aposentando sus reales en las cosas más profundamente necias que ésta les ofrece, dando por sentado que pensar no ha de formar parte del contrato que el ser humano establece con la vida.

Hay un segundo grupo, especialmente vulgar y más restringido en número, formado por estúpidos de ocasional pedigree. Son aquellos que, por extrañas y caprichosas conjunciones del azar, dan en creer que están llamados a pertenecen -por derecho propio- a algún prestigioso círculo de élites intelectuales y de poder. Son sujetos, en general, dotados de un ego tan enorme como lo es su ceguera. Seres petulantes y mediocres al servicio de otros, que ascienden gracias a sus bien engrasadas cinturas y a un profundo conocimiento del rastrero arte de la genuflexión. Creen que el mundo orbita en torno a su persona, pero ignoran cuán grande es la carcajada que a menudo suscitan a su espalda. Da igual cuanto uno haga por sacarles de su error, ellos nunca serán capaces de reconocer la proyección de su sombra. Creen estar en posesión de la verdad y no dudan en lanzártela como misil al centro mismo de la cara. Esgrimen vacíos y pretenciosos argumentos, pero carecen de la estructura necesaria que permita mantener en pie su edificio. Son seres que esperan de sí mismos más de lo que pueden dar, que presumen y airean un talento del que carecen, que no aportan nada nuevo, salvo una devastadora maraña de pensamientos ajenos mal digeridos y que definitivamente no harán que el universo cambie su rumbo. Aspiran a trepar en la escala social y esconden sus déficits acercándose al sol que más calienta. Son mezquinos, envidiosos, faltos de imaginación y algo que personalmente no puedo perdonarles, carecen de sentido del humor. Son fastidiosamente aburridos. Hasta el delirio.

Hay más idiotas. Somos muchos. Legión. Infinito el número de seres imperfectos que lo muestran cada día de todas las formas posibles. Es preciso recordarnos, una y otra vez, la tendencia natural de nuestra especie a equivocarse, a buscar el beneficio propio en vez de ampliar la mirada, a contener el vacío más abrumador en vez de llenarnos de contenido, a ufanarnos precisamente de aquello que carecemos y a dejarnos tentar por las ideas de otro idiota sin intentar formular ninguna propia. “¿Sabes cuál es la única obligación que tenemos en esta vida? Pues no ser imbéciles, escribía certero Fernando Savater, hace ya algunos años, en su libro Ética para Amador. Y efectivamente tal vez ese debiera constituir un deber y un objetivo inexcusable en toda existencia: escapar a la irremediable vacuidad que aqueja al ser humano.

“Es muy fácil vivir haciendo el tonto. De haberlo sabido antes me hubiera declarado idiota desde mi juventud y puede que a estas fechas hasta fuera más inteligente. Pero quise tener ingenio demasiado pronto, y heme aquí ahora hecho un imbécil”

Fiódor Dostoievski

Por: Goyta Rubio
Por: Goyta Rubio

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