Opinión

El campo menospreciado

Por Manuel Heredia

En el año 2013 formé parte de un equipo que realizaba una investigación sobre medios de vida en zonas rurales del país.

Me correspondía ascender por una camino pedregoso hasta los cafetales ubicados en el paraje Yerba Buena del municipio Villa Jaragua en la provincia Bahoruco.

Durante la entrevista con los trabajadores campesinos y sus familias quedé impactado al saber que un plato de arroz sin nada más constituía un lujo del que se podía disfrutar en muy pocas ocasiones. Sus alimentos más habituales eran los guineos verdes, auyamas y los frutos de temporadas.

Los hombres con rostros toscos y manos ásperas por su permanente práctica con las labores del campo mostraban absoluta conformidad con su precaria condición de vida material.

El aislamiento, la distancia y la condición de deterioro de las veredas por donde transitaban para llegar a los centros de comercio más activos del centro urbano eran de extrema gravedad. Los viajes debían realizarse ordinariamente una vez a la semana en vehículos de tracción animal: mulas, burras y yeguas.

Cuando finalicé mi labor profesional abandoné la montaña acompañado de una suerte de culpa y nostalgia que se iba apoderando de mi mente, mientras el hermoso paisaje que se conjugaba con la miseria de los campesinos olvidados escondía una realidad social agreste que se disipaba poco a poco.

En el trayecto empinado sentía la fuerza centrípeta que lanzaba mi pecho hacia el lomo de una yegua que trotaba torpemente y sin prisa, mientras un experimentado guía campesino que me acompañaba exclamaba desesperadamente que debía clavar las espuelas en la panza del animal para apurar el paso.

Mi estilo de vida citadino me obligaba a hacer caso omiso a las sugerencias de maltratar al animal para que sucumbiera a mis pretensiones personales.

Mientras rozaba inútilmente con una fina vara los muslos de aquel animal, sentía que mi brazo derecho se desprendía sin arrancar un gramo de velocidad a mi transporte de más hueso que carne. En ese momento el cielo coloreado en llamas tenue en el atardecer del suroeste rápidamente cedió paso a un manto de nube grisácea que precipitó lluvias torrenciales en un parpadeo.

El lodo cubría las patas completas del experimentado animal al cual me aferré con fuerzas por el cuello mientras entraba en pánico en medio de un extenso lodazal que se confundía con la oscuridad del anochecer.

Cuando terminamos el trayecto recree en mis adentros que arriba, en la loma, había quedado la miseria de un espacio rural que nos permite saborear cada mañana una taza de café sin pensar en los cientos de campesinos nacionales e inmigrantes que abrazan las tierras prodigiosas de nuestro pedazo de isla para preñarlas, mientras desaparecen en la más ignominiosa indiferencia de una masa compacta de personas e instituciones que menosprecian al campo.

¡El olvido de los espacios rurales será la sentencia de muerte de nuestra estúpida civilización postmodernidad!

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